lunes, 22 de marzo de 2010

Un mundo paralelo

Ya llegó la primavera. Los incesantes rayos de sol acarician bruscamente la piel, mientras el canto de las aves en las copas de los árboles apenas se percibe.
Varias personas esperan en el cruce, sólo una luz roja los separa de los torniquetes de metal que anuncian el inicio de un viaje distinto, apartado de la armonía citadina, tan cómodo y calmado que cuesta trabajo creer que cueste solamente cinco pesos.
Hay dos o tres personas –o cuatro, o diez- esperando en el andén. A lo lejos se alcanza a ver el puntito color carmín que se acerca.

Despacio y sin empellones -como es costumbre en todo el transporte público de la Ciudad de México a las cinco de la tarde- se aborda el camión de interiores sombríos.
Es un buen día para viajar en lo último en traslados de la ciudad, pues el olor a diesel y lociones de caballero, por supuesto en cantidades moderadas, inundan cada espacio de la enorme furgoneta –con mucha más suerte y el mismo calor, el olor sería parecido al de la ropa justo después da la sesión vespertina de gimnasio-.

Sería casi imperceptible el cambio de estación, si no fuera por el joven de 1.85 que tiene que abalanzarse sobre los pasajeros para que la puerta pueda abrirse pero, ¿qué importa un ligero estrujón, si se tiene al lado a las nuevas generaciones?, a esos chicos y chicas de suéteres color verde bandera, camisas blancas de cuello cuadriculado y mochilas casi vacías – claro; ignorando los libros, cuadernos y chamarras que lograron meter con calzador – que van hablando a un volumen razonable.

“Con permiso, con permiso”, grita el señor de traje gris y maletín de piel, mientras se abre paso –como puede- entre la gente.
A estas alturas es difícil saber cuántas estaciones faltan para cualquier destino por la cantidad de cabezas, dentro y fuera del transporte, que tapan los señalamientos.

“¿Bueno? Oye te marco después, es que voy en el Metrobús”, dice el joven observando a la demás gente esperando no molestar –si supiera que todos van atrapados en su burbuja individual, creada por audífonos y un Ipod-.

Conversaciones por doquier, marcas de sudor en los cristales de las puertas y ventanillas, miradas fugaces, el rugir del motor, el calor que éste desprende y que provoca una sensación de haberse quedado dormido con las piernas al sol.

Las piezas de goma que unen las puertas plegables –con un agujero justo en el medio, para mejor agarre del pasajero más cercano a ella- se separan en la última estación.

Es clara la nostalgia de saber que el viaje ha terminado. Incluso se pueden ver lágrimas en algunos rostros –que bien podrían confundirse con gotas de sudor, pero es claro el porqué del llanto-.

Vacío, se aleja el camión parecido a un trolebús- pero rojo y un poco más caro, claro está-, y con él, todo ese júbilo de compartir con aproximadamente 180 pasajeros –aunque su capacidad real sea de 160- ese viaje que por un momento lleva a un mundo paralelo, parecido a una lata de sardinas.

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